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MARÍA, MADRE DE LOS SACERDOTES
Misa Crismal
Homilía
Concordia, 17 de abril de 2019
1.
Nos disponemos a celebrar la Pascua, pero no podemos hacerlo sin tener
nuestra alma, mente y corazón unidos a la Santísima Virgen María. En el sacrificio al
cual Jesús se entrega por nuestra redención, María está unida con estrecho e
indisoluble vínculo, cooperando de un modo singular a la obra de nuestra redención.
Al realizar la Asamblea Diocesana de Pastoral el pasado 02 de marzo, invitaba a
todos a contemplar a la Virgen María en nuestras vidas y en nuestro camino pastoral.
En el marco de esta Misa Crismal, de renovación de nuestras promesas sacerdotales,
deseo contemplar y expresar de un modo particular el nexo entre la Virgen y el
sacerdocio ministerial.
Es un nexo profundamente enraizado en el Misterio de la Encarnación.
Cuando Dios decidió hacerse hombre en su Hijo, quiso necesitar el “sí” libre de una
criatura suya. Dios no actúa contra nuestra libertad. Y sucede algo realmente
extraordinario: Dios se hace dependiente de la libertad, del “sí” de una criatura suya;
espera este “sí”.
El “sí” de María es, por consiguiente, la puerta por la que Dios pudo entrar en
el mundo, hacerse hombre. Así María está real y profundamente involucrada en el
Misterio de la Encarnación, de nuestra salvación. Y la Encarnación, el hacerse hombre
del Hijo, desde el inicio estaba orientada al don de sí mismo, a entregarse con mucho
amor en la cruz a fin de convertirse en Pan para la vida del mundo. De este modo
sacrificio, sacerdocio y Encarnación van unidos, y María se encuentra en el centro de
este Misterio.
2.
Durante el ministerio público de Jesús, María recibió con fe y docilidad las
palabras de su Hijo. Él, elevando la condición del discípulo sobre el vínculo de la
carne y de la sangre que lo unía a su Madre, la proclamó bienaventurada cuando llamó
felices a “los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”, como María lo hacía
fielmente (cf. Lc 11,27,28). ¡Feliz de Ti, María, fiel discípula del Señor!
“La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y
mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin
designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se condolió vehementemente
con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo
con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma”. (LG 58)
Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de la cruz y ve al discípulo amado;
es una prefiguración de todos los discípulos amados, de todas las personas llamadas
por el Señor a ser “discípulos amados” y, en consecuencia, de modo particular
también de los sacerdotes.
Jesús dice a María: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Es una especie de testamento:
encomienda su Madre al cuidado del discípulo, del hijo. Pero también dice al discípulo:
“Aquí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27). El Evangelio nos dice que desde ese momento
San Juan acogió a María como Madre, “la recibió en su casa”, es decir, en lo íntimo
de su vida, de sus sentimientos, en la profundidad de su ser. Acoger a María significa
introducirla en el dinamismo de toda nuestra existencia sacerdotal y en todo lo que
constituye el horizonte de nuestro apostolado.
María, cumpliendo el testamento de su Hijo, como Madre está presente en la
vida de la Iglesia desde sus comienzos, particularmente cercana a sus primeros hijos,
los Apóstoles. Vemos que los Apóstoles antes del día de Pentecostés “todos ellos,
íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de
María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hech 1,14). En el nacimiento de la
Iglesia está María implorando con y por los primeros sacerdotes, los Apóstoles. Quien
ya había sido cubierta con la sombra del Espíritu Santo en la Anunciación, con sus
ruegos pide el mismo don del Espíritu para quienes continuarán la Misión de su Hijo.
La bienaventuranza de María se hacía plena cuando participaba de aquellas
primeras celebraciones de la “fracción del pan” en la comunidad de Jerusalén. Los
Apóstoles, cumpliendo el mandato de Jesús, repetían sus palabras de la última Cena:
“tomen, esto es mi Cuerpo… esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se
derrama por muchos” (Mc 14,22-24). La acción del Espíritu Santo hacía entonces
presente sacramentalmente a Jesús glorioso, su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su
Divinidad. Y María volvía a recibir en comunión eucarística al mismo Hijo de Dios
que se había encarnado en su seno el día de la Anunciación, entonces por las palabras
del Ángel y el poder del Espíritu Santo, ahora por aquellas palabras sacerdotales de
los Apóstoles y por la acción del mismo Espíritu.
3.
¡Qué grande e inefable el Misterio de la presencia de la Virgen María en el
ministerio de los sacerdotes! Cuando anunciamos el Evangelio, cuando socorremos
al que sufre, cuando oramos en comunidad, cuando bautizamos y celebramos cada
Sacramento, y, sobre todo, cuando celebramos cada Eucaristía, allí está presente Jesús;
y María siempre está con Él… y por eso, en nuestro ministerio sacerdotal, siempre
está también con nosotros.
Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que “Cristo
nuestra Pascua, ha sido inmolado” (1 Cor 5,7), se efectúa la obra de nuestra redención.
Y allí estamos quienes fuimos llamados al sacerdocio ministerial. En virtud de la
sagrada potestad conferida por la imposición de las manos y el don del Espíritu Santo,
se nos envía a ser pastores del pueblo y celebrar el Sacrificio Eucarístico ofreciéndolo
a Dios en nombre de todo el pueblo y por todo el pueblo sacerdotal.
Cada día al celebrar la Santa Misa, nuestra Pascua cotidiana, experimentamos
de un modo particular la cercanía de la Virgen. En el Sacrificio Eucarístico,
“veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de
Jesucristo, nuestro Dios y Señor” (Plegaria Eucarística I), y nos unimos al culto de la
Iglesia celestial en una misma comunión.
Por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo
de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta
altísima y humildísima Madre.
La peculiar relación de maternidad que existe entre María y los presbíteros es
fuente primaria de santificación. Sentimos que la Virgen María quiere mucho a los
sacerdotes porque se asemejan a Jesús Sacerdote, amor supremo de su corazón.
Sentimos también que los quiere porque están comprometidos en la misión de dar a
Cristo al mundo; eso es lo que ella hizo en Belén, y también ahora quiere, como
Madre, haga la Iglesia.
En los proyectos generosos y en las horas difíciles, todos los fieles cristianos,
y especialmente los sacerdotes, experimentamos cotidianamente la intercesión de
María que, como Madre, “ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra
muerte”.
“La maternidad de María perdura sin cesar... no abandonó su misión
salvadora, sino que continúa procurándonos, con su múltiple intercesión, los
dones de la salvación eterna”. (Catecismo Iglesia Católica, 969)
4.
El pueblo fiel, en su amor entrañable y piedad confiada, da muchos títulos a la
Bienaventurada Virgen María. Entre ellos, la honramos como “Madre del Sumo y
Eterno Sacerdote”, y también como “Madre de los sacerdotes”.
Nosotros, los sacerdotes, estamos llamados a crecer en una sólida y tierna
devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la
oración frecuente. ¡Consagremos cada día nuestro sacerdocio a la Santísima Virgen
María!
Ustedes, querido pueblo cristiano, oren siempre a la Virgen Madre por todos
los sacerdotes, para que, en todos los problemas del mundo de hoy, conformes a la
imagen sacerdotal de su Hijo Jesús, sean dispensadores del tesoro inestimable de su
amor de Pastor bueno.
Les pedimos también que oren por nosotros, el presbiterio diocesano junto a
su obispo y diáconos, y por nuestros seminaristas; acompañen nuestro camino de
santificación y misión, recen cada día por el aumento, santidad y perseverancia de las
vocaciones al sacerdocio y al diaconado.
Y ustedes, queridos jóvenes, con quienes estamos recorriendo el Año diocesano
de los jóvenes, miren siempre a María, la muchacha de Nazaret. Con el Papa Francisco
en su reciente Exhortación Apostólica a los jóvenes y a todo el Pueblo de Dios, les pido:
no teman decir “sí”, como María, a los llamados del Señor.
“En el corazón de la Iglesia resplandece María. Ella es el gran modelo
para una Iglesia joven, que quiere seguir a Cristo con frescura y docilidad.
Cuando era muy joven, recibió el anuncio del ángel y no se privó de hacer
preguntas (cf. Lc 1,34). Pero tenía un alma disponible y dijo: «Aquí está la
servidora del Señor» (Lc 1,38)”. (Christus vivit, 43)
Dios nos bendiga y nos conceda una santa celebración de los Misterios
Pascuales, unidos a los sentimientos de María al pie de la Cruz y primera testigo de la
Resurrección de Jesús.
Luis Armando Collazuol
Obispo de Concordia